La biblioteca personal analógica o física, la de toda la vida, está formada por tres elementos principales relacionados con la lectura:
- libros y revistas impresos en papel, colocados en las estanterías de la casa o la oficina;
- otros impresos, como instrucciones de los electrodomésticos, facturas, recibos..., guardados en carpetas o archivadores en casa o la oficina;
- y, por último, la colección de manuscritos autógrafos, como diarios, notas con la lista de la compra, las cartas o postales que recibimos de pequeños, escritos breves o dibujos de nuestra u otra mano...
Debe tenerse muy en cuenta que en esta colección hay originales (nuestras notas) y sobre todo muchas, muchas copias (los libros, los documentos impresos...). Hasta Gutenberg, las bibliotecas contenían únicamente manuscritos, por eso los incluimos también nosotros.
Los integrantes más prestigiosos son los libros, que ocupan su espacio con orgullo y aguantan bien el paso del tiempo: ese ejemplar, por ejemplo, no lo he abierto desde hace vente años, pero quién sabe si lo abriré mañana. Por si acaso ahí se queda, para mis hijos. Con el resto de impresos y manuscritos no somos tan clementes: muchos caducan y los expurgamos, haciéndolos desparecer: el espacio es valioso y la mayoría de los papeles tienen vida útil muy corta, aunque de vez en cuando nos preguntamos: ¿dónde estarán las malditas instrucciones del refoncilador este? 0 bien, ¡juraría que tengo esa foto por algún lado, en la que el que es ahora un importante cargo público amanece por la puerta de la tienda de campaña de hace varias décadas hecho un adolescente!
Podemos considerar toda esta colección de documentos nuestra biblioteca personal, que se extiende en el espacio y lo ocupa generosamente, en el caso sobre todo de las paredes y los libros. Tiene siempre un cierto orden, porque su razón de ser es poder recuperar lo que se necesite, sea la receta de la abuela, la renta o la acreditación académica: es también nuestro archivo personal. Si prestamos libros, nuestra biblioteca se extiende más allá, claro está. Es una de nuestras pertenencias más importantes y queridas, ¿o acaso no?
Adelantemos, como es fácil imaginar, que mucho, muchísimo. ¿Cuánto exactamente? Hagamos un inventario somero, como el anterior y comparemos, miembro a miembro, cuando sea posible, la biblioteca digital con la analógica.
Lo primero en nuestra biblioteca personal digital son los libros electrónicos, que denominamos así por analogía con los de papel y sus géneros favoritos: narrativa, ensayo, poesía. Mucha gente tiene ya centenares o incluso miles de ebooks almacenados en sus lectores de tinta electrónica (ereaders), en el ordenador, la tableta o el mismo teléfono móvil, donde lee en cualquier momento en que se puede. Hay muchos programas y aplicaciones de lectura y una oferta digital generosa, que incluye tanto obras antiguas digitalizadas como recientes que han nacido ya digitales a la vez que se editaban (o no) en papel. Preguntémonos, si somos lectores devotos, cuántos títulos tenemos en soporte físico, impresos en papel, y cuántos en soportes de archivos electrónicos. No será difícil que los digitales superen en número a los de papel. Las razones de ello son tan conocidas que no merece la pena detenerse.
Esta abundancia plantea numerosos problemas de ordenación y recuperación, tema al que nos referiremos más adelante. Pero no hemos terminado ni muchos menos la enumeración de los elementos constituyentes de la nueva biblioteca personal digital. Algunos se remontan hasta muy atrás en el tiempo: durante unos años se dejaron de escribir cartas y su lugar lo ocuparon las conversaciones telefónicas, cuyo contenido oral no se podía recuperar, pero pronto llegó el correo electrónico, que hoy se nos hace imprescindible y que como correspondencia digital, análoga a la de tinta, debemos incorporar sin dudarlo a nuestra colección documental personal digital. Los programas y aplicaciones de correo suelen guardar nuestros textos de forma propietaria, en archivos locales empaquetados o en la nube, de forma que solo es posible el acceso desde nuestra cuenta, eso sí, y desde cualquier terminal, sea propio o no, como en un cibercafé. Los que son nuestros son los correos, tanto los enviados como los recibidos, que una vez leídos se conservan para siempre mientras haya espacio o si los borramos, durante un tiempo, en la papelera, o desaparecen.
Pero hay más documentos de conversaciones que sí perduran, al ser escritas y no orales: por ejemplo, los mensajes de chat, de los que generamos cantidades industriales. Si nos tomamos la molestia podemos saber cuántos mensajes de WhatsApp hemos enviado o recibido en un período de tiempo: mi uso de red de los últimos meses indica 16.646 mensajes recibidos y 13.768 enviados, que se traduce en un tráfico de unos 800 y 500 Mb respectivamente de datos multimedia y solo 50 y 42 Mb. de texto. Y esto no deber ser nada comparado con las estadísticas de un adolescente, que participa en numerosos grupos.
Quienes disfrutan con Twitter, Facebook y otras redes sociales también generan una jugosa colección de textos propios o ajenos que incorporan a su biblioteca personal.
Hay dos géneros literarios propios de la era digital y que muchos de nosotros practicamos: el blog y el wiki. Podemos participar como autores principales o como comentaristas y dejar un pequeño rastro textual personal, como también en las noticias y sitios web informativos que admiten el comentario y la réplica propios de la Web 2.0.
¿Y navegar por la Red en general, a lo que tan aficionados nos estamos volviendo? Pues también historial de navegación da testimonio de ello, y tanto los buscadores como los propios sitios web sacan partido de ello, ya que nos retrata. El historial se puede normalmente consultar y también borrar, y algunas veces es la única forma de recuperar una información que se ha escabullido de nuestra memoria.
Pero lo más interesante para nosotros son los marcadores que creamos con nuestros sitios webs favoritos. Son direcciones a las que queremos volver. Tanto los marcadores como el historial pueden ser locales o localizarse también en la nube, asociados a nuestra cuenta personal, de forma que podemos a acceder a ellos desde cualquier artefacto con navegador. Todos estos textos personales digamos que están multiubicados, replicados en distintos sitios. Y no desaparecen cuando lo hace el terminal con el que los hemos creado.
genera masa documental digital personal, aunque no hagamos nada más que navegar, saltando de un sitio web a otro.
La colección de textos que acabamos de recorrer se puede asociar, por analogía, a los manuscritos autógrafos y, en cierta manera, lo son literalmente, ya que los escribimos de nuestra propia mano, aunque no con tinta sino con bits, mediante teclados virtuales y escritura dibujada, tecleada o dictada. Estos manuscritos digitales a veces toman la forma de pequeños textos que se reparten por un sinfín de programas y aplicaciones, como calendarios, citas, tareas, notas, consultas a aplicaciones de diccionarios, enciclopedias, traductores...
Por último, aunque podríamos seguir, debemos referirnos a esos maravillosos programas o aplicaciones multiplataforma que nos permiten coleccionar artículos de prensa (Pocket...) o seguir las noticias conforme se producen (Play Kiosco, Flipboard, Feedly...). Nos permiten recopilar textos e incorporarlos a nuestra colección documental, los revisemos o no más adelante.
En fin, ¿qué tenemos? Pues una biblioteca personal enorme, donde la parte digital supera a la analógica en todos los parámetros salvo en el tamaño físico necesario para sustentarla. Pero además, se complementan: decía Millán que él no sentía que tenía de verdad un libro impreso si no tenía demás la versión digital, en la que se puede buscar, seleccionar, copiar, subrayar, compartir...
Pero estos documentos digitales tienen vida propia, diferente de la analógica con la que queremos compararlos, buscando antecedentes que nos ayuden a comprenderlos mejor. Un ebook de verdad, un libro electrónico en formato epub, no es una versión digital de un libro impreso (lo que sí podríamos considerar que es un archivo pdf) sino otra cosa nueva, una nueva encarnación, digital, del mismo contenido inmaterial creado por el autor. La legislación los denomina archivos electrónicos en soportes no tangibles, o mejor, publicaciones en línea, y en ellas incluye tanto los archivos en formatos que se pueden descargar individualmente para su lectura sin conexión (formatos epub, pdf, mobi, fb2, zip, iso...), como los sitios web para lectura en línea, cuando estemos conectados.
También aquí, en la biblioteca digital, hay muchas, muchísimas copias, además de originales, por razones diferentes a las que justificaban su presencia en la biblioteca analógica: Internet es una gigantesca máquina de copiar y la tecnología móvil no ha hecho más que multiplicar esa capacidad.
Esta sobreabundacia, todo este ruido documental, pone sobre la mesa la importante cuestión de cómo gestionar la marabunta de nuestra biblioteca digital personal: cómo ordenar y cómo recuperar lo que nos interese sin morir en el intento, tema al que dedicaremos una próxima entrada.
Podemos considerar toda esta colección de documentos nuestra biblioteca personal, que se extiende en el espacio y lo ocupa generosamente, en el caso sobre todo de las paredes y los libros. Tiene siempre un cierto orden, porque su razón de ser es poder recuperar lo que se necesite, sea la receta de la abuela, la renta o la acreditación académica: es también nuestro archivo personal. Si prestamos libros, nuestra biblioteca se extiende más allá, claro está. Es una de nuestras pertenencias más importantes y queridas, ¿o acaso no?
¿Cómo afecta la irrupción de la era digital a nuestra biblioteca personal?
Adelantemos, como es fácil imaginar, que mucho, muchísimo. ¿Cuánto exactamente? Hagamos un inventario somero, como el anterior y comparemos, miembro a miembro, cuando sea posible, la biblioteca digital con la analógica.
Lo primero en nuestra biblioteca personal digital son los libros electrónicos, que denominamos así por analogía con los de papel y sus géneros favoritos: narrativa, ensayo, poesía. Mucha gente tiene ya centenares o incluso miles de ebooks almacenados en sus lectores de tinta electrónica (ereaders), en el ordenador, la tableta o el mismo teléfono móvil, donde lee en cualquier momento en que se puede. Hay muchos programas y aplicaciones de lectura y una oferta digital generosa, que incluye tanto obras antiguas digitalizadas como recientes que han nacido ya digitales a la vez que se editaban (o no) en papel. Preguntémonos, si somos lectores devotos, cuántos títulos tenemos en soporte físico, impresos en papel, y cuántos en soportes de archivos electrónicos. No será difícil que los digitales superen en número a los de papel. Las razones de ello son tan conocidas que no merece la pena detenerse.
Esta abundancia plantea numerosos problemas de ordenación y recuperación, tema al que nos referiremos más adelante. Pero no hemos terminado ni muchos menos la enumeración de los elementos constituyentes de la nueva biblioteca personal digital. Algunos se remontan hasta muy atrás en el tiempo: durante unos años se dejaron de escribir cartas y su lugar lo ocuparon las conversaciones telefónicas, cuyo contenido oral no se podía recuperar, pero pronto llegó el correo electrónico, que hoy se nos hace imprescindible y que como correspondencia digital, análoga a la de tinta, debemos incorporar sin dudarlo a nuestra colección documental personal digital. Los programas y aplicaciones de correo suelen guardar nuestros textos de forma propietaria, en archivos locales empaquetados o en la nube, de forma que solo es posible el acceso desde nuestra cuenta, eso sí, y desde cualquier terminal, sea propio o no, como en un cibercafé. Los que son nuestros son los correos, tanto los enviados como los recibidos, que una vez leídos se conservan para siempre mientras haya espacio o si los borramos, durante un tiempo, en la papelera, o desaparecen.
Pero hay más documentos de conversaciones que sí perduran, al ser escritas y no orales: por ejemplo, los mensajes de chat, de los que generamos cantidades industriales. Si nos tomamos la molestia podemos saber cuántos mensajes de WhatsApp hemos enviado o recibido en un período de tiempo: mi uso de red de los últimos meses indica 16.646 mensajes recibidos y 13.768 enviados, que se traduce en un tráfico de unos 800 y 500 Mb respectivamente de datos multimedia y solo 50 y 42 Mb. de texto. Y esto no deber ser nada comparado con las estadísticas de un adolescente, que participa en numerosos grupos.
Quienes disfrutan con Twitter, Facebook y otras redes sociales también generan una jugosa colección de textos propios o ajenos que incorporan a su biblioteca personal.
Hay dos géneros literarios propios de la era digital y que muchos de nosotros practicamos: el blog y el wiki. Podemos participar como autores principales o como comentaristas y dejar un pequeño rastro textual personal, como también en las noticias y sitios web informativos que admiten el comentario y la réplica propios de la Web 2.0.
¿Y navegar por la Red en general, a lo que tan aficionados nos estamos volviendo? Pues también historial de navegación da testimonio de ello, y tanto los buscadores como los propios sitios web sacan partido de ello, ya que nos retrata. El historial se puede normalmente consultar y también borrar, y algunas veces es la única forma de recuperar una información que se ha escabullido de nuestra memoria.
Pero lo más interesante para nosotros son los marcadores que creamos con nuestros sitios webs favoritos. Son direcciones a las que queremos volver. Tanto los marcadores como el historial pueden ser locales o localizarse también en la nube, asociados a nuestra cuenta personal, de forma que podemos a acceder a ellos desde cualquier artefacto con navegador. Todos estos textos personales digamos que están multiubicados, replicados en distintos sitios. Y no desaparecen cuando lo hace el terminal con el que los hemos creado.
genera masa documental digital personal, aunque no hagamos nada más que navegar, saltando de un sitio web a otro.
La colección de textos que acabamos de recorrer se puede asociar, por analogía, a los manuscritos autógrafos y, en cierta manera, lo son literalmente, ya que los escribimos de nuestra propia mano, aunque no con tinta sino con bits, mediante teclados virtuales y escritura dibujada, tecleada o dictada. Estos manuscritos digitales a veces toman la forma de pequeños textos que se reparten por un sinfín de programas y aplicaciones, como calendarios, citas, tareas, notas, consultas a aplicaciones de diccionarios, enciclopedias, traductores...
Por último, aunque podríamos seguir, debemos referirnos a esos maravillosos programas o aplicaciones multiplataforma que nos permiten coleccionar artículos de prensa (Pocket...) o seguir las noticias conforme se producen (Play Kiosco, Flipboard, Feedly...). Nos permiten recopilar textos e incorporarlos a nuestra colección documental, los revisemos o no más adelante.
En fin, ¿qué tenemos? Pues una biblioteca personal enorme, donde la parte digital supera a la analógica en todos los parámetros salvo en el tamaño físico necesario para sustentarla. Pero además, se complementan: decía Millán que él no sentía que tenía de verdad un libro impreso si no tenía demás la versión digital, en la que se puede buscar, seleccionar, copiar, subrayar, compartir...
Pero estos documentos digitales tienen vida propia, diferente de la analógica con la que queremos compararlos, buscando antecedentes que nos ayuden a comprenderlos mejor. Un ebook de verdad, un libro electrónico en formato epub, no es una versión digital de un libro impreso (lo que sí podríamos considerar que es un archivo pdf) sino otra cosa nueva, una nueva encarnación, digital, del mismo contenido inmaterial creado por el autor. La legislación los denomina archivos electrónicos en soportes no tangibles, o mejor, publicaciones en línea, y en ellas incluye tanto los archivos en formatos que se pueden descargar individualmente para su lectura sin conexión (formatos epub, pdf, mobi, fb2, zip, iso...), como los sitios web para lectura en línea, cuando estemos conectados.
También aquí, en la biblioteca digital, hay muchas, muchísimas copias, además de originales, por razones diferentes a las que justificaban su presencia en la biblioteca analógica: Internet es una gigantesca máquina de copiar y la tecnología móvil no ha hecho más que multiplicar esa capacidad.
Esta sobreabundacia, todo este ruido documental, pone sobre la mesa la importante cuestión de cómo gestionar la marabunta de nuestra biblioteca digital personal: cómo ordenar y cómo recuperar lo que nos interese sin morir en el intento, tema al que dedicaremos una próxima entrada.
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