miércoles, 10 de diciembre de 2014

Se publica «Sacad los móviles, vamos escribir»

Se acaba de publicar en el número 2 de la revista digital Letra 15 el artículo académico «Sacad los móviles, vamos a escribir», dedicado a la escritura digital móvil, que es la continuación o segunda parte de «Sacad los móviles, vamos a leer», que a su vez se centra en la lectura digital móvil, y del que se trató en una entrada anterior de este blog.

Profesores y alumnos de Bachillerato se encuentran en el aula y fuera de ella, para hablar de Literatura y de Historia, y de cómo algunas obras se localizan en el espacio y en el mapa, en lugares que pueden ser visitados hoy, con los textos originales en la mano, para averiguar qué sobrevive de otros tiempos y qué nuevas naturalezas ocupan sus sitios: son visitas para practicar la geografía literaria. En la Plaza Mayor de Madrid se encuentran con las criaturas de Galdós y en el Observatorio Astronómico con las de Baroja. Pero se proponen otras visitas más, para descubrir otras geografías literarias, de Galdós y Baroja, pero también de Valle-Inclán y Juan Ramón Jiménez.

Estos encuentros se realizan utilizando herramientas de lectura y escritura digitales y móviles: descargando archivos, leyendo en línea, sacando fotos, señalando ubicaciones, tomando notas, enviando mensajes, consultando diccionarios, redactando con las yemas de los dedos, mediante teclados virtuales, primero borradores, que se corrigen con ayudas digitales, y luego difundiendo las versiones finales, en chats, blogs o wikis, los nuevos géneros literarios digitales, basados en la autoedición.

Como apoyo a estas visitas literarias y sesiones docentes, el profesor encarga a los alumnos que lean artículos sobre escritura digital móvil, que luego discuten en las jornadas de clase posteriores. Esos artículos son precisamente las entradas anteriores de nuestro blog, que forman así un ecosistema digital con el artículo académico de Letra 15, y que se entreenlazan (sic) con él, en un ejemplo estupendo de hipertexto.

martes, 9 de diciembre de 2014

Visita barojiana a la Imprenta Municipal de Madrid

Minerva de pedal, con motor eléctrico,
en la Imprenta Municipal de Madrid
Manuel Alcázar, el protagonista de la trilogía La lucha por la vida de Baroja, tras una vida inmerso en la «errancia» madrileña, en compañía de golfos y pillos que sobreviven a duras penas en un mundo que les ha dejado de lado, logra salir de ella gracias al empeño de una mujer, la Salvadora, y al favor del amigo que le presta el dinero para adquirir una imprenta. Eso le dará una oportunidad de «luchar por la vida» —así se decía entonces, cuando moría el siglo XIX— en mejores condiciones.

¿Qué es adquirir una imprenta? ¿Qué era una imprenta en los años finales del siglo XIX, cuando Baroja ambienta la historia? ¿Qué significado tenía escoger una imprenta como forma de vida o como marco de la historia?

Hemos venido a averiguarlo a la Imprenta Municipal - Artes del Libro, en la calle Concepción Jerónima, 15, de Madrid. Aquí hay una exposición permanente de máquinas y artefactos que reconstruyen la historia de la producción de textos e imágenes impresas, desde el Siglo de Oro hasta antes de ayer, en que la tecnología digital, tras dominar el diseño y  la maquetación, alcanza también a la impresión. Miraremos la exposición con el sabor de los textos barojianos en el paladar.

Para ello podemos recurrir a una de las posibilidades que brinda la lectura digital: la lectura intermitente. Buscamos un término, en este caso, «imprenta», y lo seguimos a través del texto electrónico de las tres novelas que componen la trilogía: La busca, Mala hierba y Aurora roja. La palabra aparece de forma intermitente y recorre todo el hilo narrativo. En una ocasión Baroja aprovecha para hacernos la descripción pormenorizada de uno de esos establecimientos, tal y como eran hacia 1890. En esa época Manuel tiene unos catorce años, e intenta dejar la golfería y la «busca» gracias a la ayuda de un amigo:

—¿En dónde? Yo para buscar no sirvo. ¿Usted no sabe algo para mí? En alguna imprenta...
—¿Te decidirás a entrar de aprendiz sin ganar nada?
—Sí; ¿qué voy a hacer?
—Si te parece bien, yo te llevaré al director de un periódico ahora mismo. Vamos.
[...]
—Ésta es la imprenta —dijo Roberto.
Manuel miró; ni letrero, ni muestra, ni indicación de que aquello era una imprenta. Empujó Roberto una puertecilla y entraron en un sótano negro, iluminado por la puerta de un patio húmedo y sucio. Un tabique recién blanqueado, en donde se señalaban las huellas impresas de dedos y de manos enteras, dividía este sótano en dos compartimientos. Se amontonaban en el primero una porción de cosas polvorientas; en el otro, el interior, parecía barnizado de negro; una ventana lo iluminaba; cerca de ella arrancaba una escalera estrecha y resbaladiza, que desaparecía en el techo. En medio de este segundo compartimiento, un hombre barbudo, flaco y negro, subido en una prensa grande, colocaba el papel, que allí parecía blanco como la nieve, sobre la platina de la máquina, y otro lo recogía. En un rincón funcionaba trabajosamente un motor de gas, que movía la prensa.
Subieron Manuel y Roberto por la escalera a un cuarto largo y estrecho, que recibía la luz por dos ventanas a un patio.

Adosados a las paredes y en medio estaban los casilleros de las letras, y sobre ellos colgaban algunas lámparas eléctricas, envueltas en cucuruchos de papel de periódico, que servían de pantalla.
[...]
—¡Eh, tú, Yaco! —gritó el cojo, dirigiéndose a uno de los hombres que trabajaban—. Enséñale la caja a este choto.
El aludido, un hombrecillo flaco y muy moreno, con barba negrísima, que trabajaba con una rapidez asombrosa, echó una mirada indiferente a Manuel y volvió a su trabajo.
El chico permaneció inmóvil, y viéndolo así el otro cajista, un joven rubio, de aspecto enfermizo, le dijo al compañero de la barba en tono burlón, con una canturia extraña:
—¡Ah, Yaco! ¿Por qué no le enseñas al muchacho las letras?
—Enséñale tú —contestó el que llamaban Yaco.
El de la barba arrojó a su compañero una mirada siniestra; el rubio se echó a reír; y le indicó a Manuel en dónde estaban las letras; después trajo una columna impresa que sacó rápidamente de un marco de hierro, y dijo:
—Ve echando cada letra en su cajetín.
Manuel comenzó a hacerlo con mucha lentitud.
El cajista rubio llevaba una blusa azul larga y un sombrero hongo, a un lado de la cabeza. Inclinado sobre el chibalete, con los ojos muy cerca de las cuartillas, el componedor en la mano izquierda, hacía líneas con una rapidez extraordinaria; su mano derecha saltaba vertiginosamente de cajetín a cajetín.
Cajetines.
Composición manual con tipos durante
el taller de Tipografía tradicional
que ofrece la Imprenta Municipal
[...]
Dieron las doce, dejaron todos el trabajo y se fueron. Manuel quedó solo en la imprenta. Al principio abrigó la esperanza de que le darían de comer: luego pudo convencerse de que nadie se había preocupado de su alimentación. Reconoció la imprenta; nada, por desgracia era comestible; pensó que quizá aquellos rodillos, quitándoles la tinta de encima, podrían ser aprovechados, pero no se decidió.
A las dos volvió Yaco; poco después el rubio, que se llamaba Jesús, y comenzaron de nuevo el trabajo.
Manuel siguió en su tarea de distribución de letras, y Jesús y Yaco en la de componer.
Componedor de líneas (las letras se componen al revés,
para que se impriman al derecho)
El cojo corregía galeradas, las entintaba, sacaba una prueba, poniendo encima de ellas un papel y golpeando con un mazo; después, con unas pinzas, extraía unas letras y las iba sustituyendo por otras.
Galera, para primeras pruebas (galeradas)
Jesús, a media tarde, dejó de componer, cambió de faena; cogía las galeradas, atadas con un bramante, las soltaba, formaba columnas, las metía en un marco de hierro y las sujetaba dentro de unas cuñas.
El marco se lo llevaba uno de los maquinistas al sótano y volvía con él al cabo de una hora. Jesús sustituía en el marco de hierro unas columnas por otras y se llevaban de nuevo la forma. Poco después se repetía la misma operación.
Luego de trabajar toda la tarde, iban a salir a las siete cuando Manuel se acercó a Jesús y le dijo:
—¿No me dará el amo de comer?
—¡Quia!
[...]
Al día siguiente, el dueño le mandó ir al sótano.
—Mira lo que hace éste, y luego haz tú lo mismo —le dijo, indicándole al hombre flaco y barbudo subido a la plataforma de la máquina.
Cogía éste una hoja de papel de un montón y la colocaba sobre la platina; venían al momento las lengüetas de la prensa a agarrar la hoja con la seguridad de los dedos de una mano; al movimiento del volante, la máquina tragaba el papel, y al poco rato salía impreso por un lado, y unas varillas, como las de un abanico, lo depositaban automáticamente en una platina baja. Manuel aprendió pronto la maniobra.
Trabajo manual en Minerva pequeña,
durante el taller de Tipografía tradicional
que ofrece la Imprenta Municipal
El amo dispuso que Manuel trabajase por la mañana en las cajas y por la tarde y parte de la noche en la máquina, y le asignó seis reales de jornal al día. Por la tarde se podía aguantar el trabajo en el sótano; pero de noche, imposible. Entre el motor de gas y los quinqués de petróleo quedaba la atmósfera asfixiante.
A la semana de estar allí, Manuel había intimado con Jesús y con Yaco y se tuteaba con los dos.
Jesús le aconsejaba a Manuel que se aplicase en las cajas y aprendiera pronto a componer.
—Al menos se tiene la pitanza segura.
—Pero es muy difícil —decía Manuel.
—¡Quia, hombre! Acostumbrándose es más sencillo que cargar cubas de agua.
Manuel trabajaba siempre que podía, esforzándose en adquirir ligereza; algunas noches hacía líneas, y era para él un motivo de orgullo el verlas después impresas.

Baroja describe a continuación el tipo de trabajos que se realizaban en esa imprenta:

Era el impresor más pintoresco y multiforme de Madrid, y su negocio, el más complicado e interesante.
Este solo dato bastaba para juzgarle: con una sola prensa, movida por un motor de gas, de los antiguos, publicaba nueve periódicos, cuyos títulos nadie podría encontrar insignificantes.
Los Debates, El Porvenir, La Nación, La Tarde, EL Radical, La Mañana, El Mundo, El Tiempo y La Prensa, todos estos diarios importantes nacían en el sótano de la imprenta. A cualquier hombre vulgar le parecía esto imposible; para Sánchez Gómez, aquel proteo de la tipografía, la palabra imposible no existía en el diccionario.
Cada periódico importante de éstos tenía una columna suya; y lo demás, información, artículos literarios, anuncios, folletín, noticias, era común a todos.

Años más tarde, tras mil peripecias y aventuras, trabajando de forma esporádica en diversas imprentas, Manuel adquirirá, con los ahorros de la Salvadora y el préstamo de Roberto, una imprenta que se traspasaba.

A consecuencia de esta conversación, se despertaron nuevamente los planes ambiciosos de Manuel. La Salvadora y la Ignacia le instaron para que estuviese a la mira por si salía alguna imprenta en traspaso, y pocos días después le indicaron una anunciada en un periódico.
Manuel fue a verla; pero el amo le dijo que ya no la quería traspasar. En cambio, supo que un periódico ilustrado vendía una máquina nueva y tipos nuevos por quince mil pesetas.
Era una locura pensar en esto; pero la Salvadora y la Ignacia le dijeron a Manuel que fuera a verla y que propusiera al amo comprarla a plazos.
Hizo esto Manuel; la máquina era buena; tenía un motor eléctrico moderno, y los tipos eran nuevos; pero el amo no se avenía a cobrar en plazos.
[...]
—Son cosas de mujeres. Ya sabe usted que soy cajista, y mi hermana y otra muchacha que vive conmigo están empeñadas en que me debo establecer... Y ahora se puede comprar una máquina nueva y tipos también nuevos...; y no tengo dinero bastante para eso...; y ellas me han empujado para que le pida a usted el dinero.
—¿Y cuánto se necesita para eso?
—Piden quince mil pesetas; pero pagándole al contado al dueño, rebajaría mil o quizás dos mil.
—¿De manera que necesitas unas trece o catorce mil pesetas? 
—Eso es; yo ya me figuro que usted no podrá dar ese dinero... Ahora, perder no se puede perder gran cosa. Porque usted podría ser el socio capitalista, y se ensayaba...; que a los dos años, por ejemplo, no daba resultado, pues se vendía la máquina y las cajas con mil o dos mil pesetas de pérdida, y la pérdida la pagaba yo.
—Pero, además, hay que abonar los gastos de instalación en la nueva imprenta, de traslado, ¿verdad?
—No; de eso me encargaría yo.
—¿Tienes dinero, eh?
—Unas cuatro mil pesetas.
—De manera que me propones ser tu socio capitalista, ¿no es eso?
—Sí.
—¿Qué ganaré yo? ¿La mitad de los ingresos?
—Eso es.
—¿Después de descontados vuestros jornales?
—Le va a quedar a usted muy poco.
—No importa; acepto.
—¿Acepta usted? —dijo Manuel en el colmo del asombro.
—Sí, seré tu socio. Dentro de unos años pondremos una gran casa editorial, para ir descristianizando España. Vamos a ver al dueño de la máquina.
Tomaron un coche y se hizo la compra. Se especificó el número de letras y de casilleros; Roberto cogió el recibo, pagó y le dijo a Manuel:
—Ya me dirás dónde nos trasladamos. ¡Adiós! Tengo mucho que hacer.
Manuel se despidió de la imprenta donde trabajaba y se fue a su casa.
Ya era un burgués, todo un señor burgués.
Tuvo grandes dificultades la instalación de la imprenta.
[...]
Tras de muchas dilaciones y contratiempos, pudo trasladar la máquina y las cajas, y notó que le habían robado casi la mitad de la letra. El motor eléctrico hubo que componerlo. Por fin, se arregló todo; pero no había trabajo. La Ignacia se lamentaba de que su hermano hubiese perdido su buen jornal; la Salvadora, siempre animosa, confiaba que vendría trabajo, y Manuel se pasaba las horas en la imprenta, flaco, triste, irritado.
Hizo anuncios, que repartió por todas partes, pero los encargos no venían.
[...]
Manuel, de noche, después de cerrar la imprenta, llevaba él mismo los encargos en una carretilla. Se ponía una blusa blanca y echaba a andar.
[...]
Comenzaba a encarrilarse la imprenta. El trabajo se iba regularizando, pero Manuel ni un momento podía dejar el taller. Así, que si alguna diligencia tenía que hacer, la hacía de noche, después de cerrar la tienda.
[...]
[Roberto] ¿Y qué? ¿Trabajas mucho?
[Manuel] Sí.
—Pero ganas poco.
—Es que como los obreros están asociados, se imponen.
—¿Y tú no estabas asociado antes?
—Yo, no.
—¿No eres socialista?
—¡Psch!
—¿Anarquista quizá?
—Sí; me es más simpática la anarquía que el socialismo.
—¡Claro! Como es más simpático para un chico hacer novillos que ir a clase. ¿Y cuál es la anarquía que tú defiendes?
—No; yo no defiendo ninguna.
—Haces bien; la anarquía para todos no es nada. Para uno, sí; es la libertad. ¿Y sabes cómo se consigue hacerse libre? Primero, ganando dinero; luego, pensando.El montón, la masa, nunca será nada. Cuando haya una oligarquía de hombres selectos, en que cada uno sea una conciencia, entre ellos la libre elección, la simpatía, lo regirá todo. La Ley sólo quedará para la canalla que no se haya emancipado.
Un cajista entró, con el componedor y unas cuartillas en la mano, a hacer una pregunta a Manuel.
[...]
En vez de tomar un cajista, como había pensado, lo que hizo Manuel fue poner un regente, y no se arrepintió.
Manuel no tenía condiciones para la dirección; además, estaba rendido con el trabajo del taller y el corretear por las noches.
El regente que llevó Manuel a su casa tenía unos treinta y tantos años, era hombre ilustrado, rechoncho, fuerte, con ideas socialistas. Se llamaba Pepe Morales.
Era el tipo del obrero inteligente y tranquilo, trabajaba muy bien, lo hacía todo con maña, no se impacientaba nunca y era puntual como un reloj. Desde que entró Morales, el trabajo en la imprenta comenzó a regularizarse.
[...]
—Lo que se debía hacer —le dijo un día Morales a Manuel es poner una encuadernación aquí al lado.
—Pero ¿sólo para lo que se trabaja en casa? —preguntó Manuel.
—No; buscar un encuadernador que alquile la puerta de al lado, y a él le convendría estar junto a una imprenta, y a nosotros tener aquí una encuadernación.
—Eso sí es verdad.
—Estese usted a la mira.
Se enteró Manuel, preguntó en varias imprentas, y ya iba a abandonar sus gestiones, cuando el dueño de La Tijera, periódico órgano de los sastres, le dijo:
—Yo conozco a un encuadernador que piensa mudarse de casa. Y tiene parroquia, porque trabaja bien.
—Pues voy a verlo.
[...]
Como había supuesto Morales, fue esto muy ventajoso; se evitaban el llevar y el traer los pliegos a la encuadernación; además, Jacob trabajaba más barato y proporcionaba parroquia.
Morales solía ir con mucha frecuencia a casa de Manuel, por la noche, y allí discutía, sobre todo con Juan. Los Rebolledos terciaban también en las discusiones.
Manuel no pensaba afiliarse a ningún partido; pero en medio de aquel ambiente apasionado, le gustaba oír y orientarse. De las dos doctrinas que se defendían, la anarquía y el socialismo, la anarquía le parecía más seductora; pero no le veía ningún lado práctico; como religión, estaba bien; pero como sistema político social, lo encontraba imposible de llevarlo a la práctica.

Así se completa el recorrido por el mundo de la imprenta que nos ofrece Baroja: vinculando el aspecto técnico con el social, ya que no se puede entender cabalmente el uno sin el otro. En una sociedad desesperada y excluyente prosperan el anarquismo y el socialismo, como alternativas obreras a los partidos políticos burgueses, conservadores, liberales, incluso los republicanos. El autor describe una galería muy amplia de actitudes y posturas, que van desde la pacífica «propaganda por la idea» a la violenta «propaganda por el hecho» (que realizan quienes son partidarios de poner bombas y cometer atentados); otros defienden un estado fuerte que atienda a las personas desprotegidas y equilibre las diferencias sociales. Nuestros tiempos, que también tienen algo de desesperados, hacen buenas migas con aquellos.

En este ambiente febril, de búsqueda de soluciones a los problemas sociales, las imprentas son lugares especiales, donde los obreros pueden leer y formarse, por lo que no es extraño que algunos líderes fueran tipógrafos, como ocurre en el caso del primer Pablo Iglesias (1850-1925), fundador del Partido Socialista Obrero Español (1879) y del sindicato Unión General de Trabajadores (1888), o Anselmo Lorenzo, en Madrid, o Rafael Farga, en Barcelona, anarquistas y amigos de Bakunin y Kropotkin. Iglesias, por ejemplo, se quedó huérfano y aprendió el oficio de tipógrafo en el Hospicio de Madrid (que uno de estos días se abre de nuevo al público como Museo de Historia de Madrid). Con el tiempo ingresó y presidió la Asociación General del Arte de Imprimir, y años más tarde fundó su propio periódico, El Socialista.

Léase entera, pues, La lucha por la vida de Baroja para disfrutar de la panorámica completa de esa época, teniendo la seguridad de que la ficción novelesca está perfectamente enraizada en la realidad de esos días, que se describe con toda su exuberancia.

Por último, y para terminar la visita, recordemos que la Imprenta Municipal organiza periódicamente talleres de Tipografía tradicional, en los que por unos días se puede disfrutar del placer de componer con tipos e imprimir con prensas tipográficas antiguas o modernas (como la pequeña Minerva de mano), a fin de mancharse las manos con tinta para poder comprender mejor aquellos tiempos no tan distintos de los nuestros en cuanto a penalidades, como muestran los ejemplos fotográficos que ilustran este artículo.

Ejemplo de composición tipográfica en el taller
de Tipografía tradicional,
con la forma atada con bramante (cuerda)


Prensa tipográfica del Siglo de Oro,
con un pliego de El Quijote